Siento algo muy particular cada vez que me dispongo a ver una de sus películas. Un sentimiento de anticipación: la llegada de algo que he esperado con ansiedad, una especie de iluminación cinematográfica. Espero un estallido de inspiración. Quiero ser un iluminado. Necesito que se me revelen las consecuencias secretas del corte de una escena a otra. Necesito entender cómo la crudeza de las posiciones de cámara o el granulado del material inciden en la ecuación emocional de sus films. Quiero aprender de actuación a partir de los personajes, saber sobre la atmósfera y la luz de determinados escenarios. Estoy listo, preparado para absorber “la verdad a veinticuatro cuadros por segundo”.
Pero lo que ocurre es
que empieza la película, y la película me mete adentro, y de golpe estoy
perdido en la oscuridad, solo, y los seres humanos ahora viven en ese mundo
dentro de la pantalla y también ellos parecen perdidos y solos. Los miro.
Observo cada detalle de sus movimientos; escucho con atención lo que dicen, los
bordes gastados del tono de una voz, la malicia escondida en un fraseo. Ya no
pienso en la “actuación”, ni en el “guión”, ni en la “cámara”.
La iluminación que
esperaba recibir de usted ha sido reemplazada por otra. Una iluminación que no
invita al análisis; sólo a la observación y la intuición. Sus películas, John
Cassavetes, son sobre el amor, la confianza y la desconfianza; sobre la
soledad, el gozo, la tristeza, el éxtasis y la estupidez. Son sobre la
inquietud, la ebriedad, la resistencia y la lujuria; sobre el humor, la
terquedad, la falta de comunicación y el miedo. Pero básicamente son sobre el
amor, y uno se ve arrastrado a un lugar mucho más profundo que el que puede
mostrar cualquier estudio sobre la “forma narrativa”. Lo que sus films iluminan
y terminan revelando es que una cosa es el celuloide y otra son la belleza, la
extrañeza y la complejidad de la experiencia humana.
John Cassavetes, me saco
el sombrero. Y me lo pongo sobre el corazón.
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